Toda nuestra existencia se ha visto modificada, de una manera u otra, por el COVID-19. Da igual que hablemos de nuestra vida laboral, de la familiar, o del tiempo de ocio: todas y cada una de ellas se han visto afectadas —para bien, para mal, eso ya depende de la experiencia de cada uno— por la pandemia. Y pese a todo, en medio de este shock, ningún espacio ha recibido un impacto tan radicalmente transformador como el que ha sufrido la circulación de las personas desfavorecidas.

En este tema no caben medias tintas. Para la libre circulación de seres humanos, especialmente en el caso de los más vulnerables —migrantes económicos, desplazados forzosos, refugiados—, el coronavirus ha sido un castigo sin precedentes. La excusa para cerrarles puertas. La condena que empeora la situación en sus lugares de origen o acogida. El desencadenante de una ola de xenofobia e intolerancia que sólo les complica más la vida.

Los refugiados

Según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en este momento hay más de 82 millones de personas desplazadas por la fuerza, de las cuales más de 26 millones son refugiados. Para todos ellos, el año 2020 y lo que va de 2021 no ha hecho más que empeorar su ya difícil existencia.

Por un lado, porque el número de desplazados forzosos ha aumentado debido a la crisis de salud pública que el COVID-19 crea en países en vías de desarrollo. A mediados de septiembre de este año, mientras en España la gran mayoría de la población ya estaba vacunada, este lujo solo le había llegado a un 3% de la población de África. Y esto, ya se sabe, no es sólo una cuestión de salud pública. Como ya hemos visto en Europa, esto también supondrá un aumento de la fragilidad política y económica de cualquier Estado.

Además, medios y políticos xenófobos han inoculado en la sociedad una idea errónea: que la mayoría de los refugiados viven en países ricos, desarrollados. Mentira. Un muy mayoritario porcentaje de refugiados viven en países vecinos en vías de desarrollo. En Estados que, también, cuentan con sistemas económicos y sanitarios frágiles. De ahí que, en esos campos de refugiados, el brote de COVID-19 haya tenido un impacto aún mayor en los más vulnerables.

Tal y como explica la UNRWA, la agencia de la ONU que trabaja con los refugiados y refugiadas de Palestina, el COVID-19 ha hecho que estos desplazados forzosos vivan la pandemia en situaciones altamente precarias. “En campamentos de refugiados hacinados como en Líbano o Jordania donde la distancia social es un lujo, sin agua potable en Gaza para lavarse las manos, con falta de infraestructura médica en Siria a causa de nueve años en guerra y con la falta de libertad de movimiento para poder acceder a ciertos servicios en Cisjordania”.

Un alto en los reasentamientos: el caso de EEUU

Por si todo ello fuera poco, la pandemia del coronavirus paró en seco, durante unos meses, cualquier trabajo de reasentamiento llevado a cabo por ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El trabajo de estos organismos volvió. Pero lo que también retornó (o simplemente, quizás, aumentó) fueron las políticas xenófobas.

Veamos el caso de Estados Unidos, tradicionalmente el mayor receptor de refugiados reasentados. Un país que, sin embargo, redujo continuamente bajo la administración Trump sus cuotas de reasentamiento a partir de 2017. Y el culmen de dicha reducción fue el coronavirus, la excusa perfecta para estrangular las cuotas de refugiados al máximo. En octubre de 2020, el gobierno estadounidense anunció un tope de 15.000 plazas de reasentamiento para el 2021 (frente a las 110.000 de la administración Obama).

Según ACNUR, debido a políticas como ésta, es posible que en 2020 se haya registrado el número más bajo de refugiados reasentados. Las tasas actuales indican los niveles más bajos de reasentamiento en casi dos décadas. Entre enero y septiembre de 2020, sólo se reasentaron 15.425 refugiados, en comparación con más de 50.086 en el mismo período de 2019.

Muchos tienen la esperanza de que las cifras de reasentamiento vuelvan a aumentar en 2021. Que, gracias al compromiso de la nueva administración estadounidense de aumentar las cuotas anuales para refugiados, este número se dispare. Habrá que ver.

Regreso al país de origen

Otra problemática surgida a raíz del COVID-19 ha sido la del regreso de numerosas personas desplazadas a sus países de origen. A menudo, a las difíciles y precarias condiciones de las que huyeron y en las que carecían de las necesidades básicas.

Hasta el 30 de octubre de 2020, más de 136.000 venezolanos habían regresado a su país de origen desde otros países de la región. También, entre el 1 de abril y el 3 de noviembre de 2020, la OIM había asistido a más de 37.600 migrantes que habían regresado a Etiopía desde Estados africanos vecinos y desde Arabia Saudí.

La rueda sigue girando

Pese a todo, pese a tanta restricción y tanta precariedad, las personas siguen viéndose desplazadas de sus países de origen. Los echan de su tierra la violencia y la inestabilidad política, la pobreza y la falta de recursos. Es por ello que en 2020 y 2021 han seguido embarcándose en peligrosos viajes con la esperanza de obtener una vida mejor.

Por ahora, las respuestas frente al COVID-19 de los países receptores no ha hecho más que aumentar los riesgos y la incertidumbre que van implícitos en estos viajes, colocando a muchas personas en situaciones peligrosas en las que puede no haber apoyo humanitario ni rescate. Según la OIM, hasta el 21 de noviembre más de 2.700 personas habían perdido la vida durante su migración en 2020.

Es posible que el año que viene se reanuden los viajes por todo el mundo y se vuelva a la vida normal. Para las personas desplazadas y sus familias, la normalidad seguirá siendo una rueda imparable de peligros y angustias.

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