Año 2017. El gurú estadounidense de las inversiones, Jim Rogers, en el marco de la conferencia de Henley & Partners sobre Residencia y Ciudadanía Global, celebrada en Hong Kong, afirma lo siguiente: "En los próximos veinte años, el estar atrapado con un solo pasaporte podría conllevar mucho sufrimiento".

Tres años después, la sorpresa: su predicción se ha hecho realidad. Bajo la situación sin precedentes creada por el virus COVID-19, la gran mayoría de los países avanzados ha tomado decisiones centradas en su seguridad interior. Esto ha conllevado un declive de la economía mundial, la reducción significativa de la movilidad global y la restricción de la libertad de las personas para tomar las mejores decisiones para sus negocios y sus familias.

En resumen: como decía Jim Rogers, estar atrapado con solo un pasaporte puede convertirse en una pesadilla. Y diversificar la ciudadanía se ha convertido, de repente, en un activo de muchísimo valor.

El resurgimiento de las fronteras venía de antes

No es cosa sólo del COVID-19. Antes de la pandemia, muchos países, empujados por la ola de xenofobia y nacional-populismo que ha tomado la política internacional, empezaron a modificar sus planteamientos en materia de movilidad global y gobernabilidad global. Es probable que los efectos más amplios de esta tendencia sólo se vean a largo plazo. Como en el caso del Brexit, proceso del que ahora estamos viendo algunas de sus consecuencias.

La dinámica no es exclusiva de Gran Bretaña: otros países europeos, como Francia, Italia, Hungría, o Polonia cuentan con pronunciados movimientos euroescépticos. Tampoco es un fenómeno que atañe únicamente a Europa. Trump, Bolsonaro, o Duterte son claros ejemplos internacionales de la ausencia de respeto por la gobernabilidad global.

La volatilidad derivada de este tipo de políticas y agitaciones puede afectar rápidamente a la economía de un país. Ahí está el ejemplo de Hong Kong, cuya economía se ha visto afectada desde la aprobación de la nueva ley de seguridad nacional en junio de 2020. Y todo ello no hizo más que aumentar la demanda por una salida. En este caso, por otro pasaporte. El COVID-19 ha producido un despegue de ese interés.

Las políticas proteccionistas se disparan tras la pandemia

Porque aunque muchos Estados ya han suavizado sus cierres, el efecto dominó de la pandemia sobre la cerrazón de los Estados ha sido notoria. El comercio mundial y la circulación internacional de personas, tal y como los conocíamos, viven ahora bajo amenaza. Han aumentado las dudas en torno a la capacidad de las instituciones internacionales para gestionar las crisis mundiales. También el nacionalismo, la xenofobia, el yo primero. Y la consecuencia de todo ello es que muchos países se plantean recuperar parte de la soberanía que creen haber perdido en medio de un sistema globalizado.

Por todo ello, es probable que la movilidad global se vea obstaculizada durante algún tiempo. Que aparezcan obstáculos aún mayores, piedras en el camino que restrinjan el acceso a los mercados extranjeros y a las jurisdicciones y sistemas sanitarios más favorables.

Así es que desde hace tiempo, pero sobre todo desde el estallido de la pandemia, asegurar el acceso futuro a múltiples opciones de residencia y/o tener doble ciudadanía —ya sea explorando la propia ascendencia o participando en programas de residencia y ciudadanía por inversión— se ha convertido en algo esencial para empresarios, inversores y sus familias. El segundo pasaporte como medio para mitigar la volatilidad y reducir la exposición al riesgo a nivel nacional, regional y global.

Casos prácticos

Cuando los gobiernos de todo el mundo se vieron obligados a tomar medidas drásticas para frenar la propagación de COVID-19 dentro de sus territorios, a pocos les tembló la mano. Incluso al punto de infringir el derecho internacional. Australia se negó en mayo a permitir que miles de australianos regresaran al territorio nacional si habían permanecido en la India durante dos semanas o más, antes de volver a casa.

De contar con otro pasaporte, el ciudadano australiano en cuestión podría buscar refugio en otro país. Al no tenerlo, no está sino destinado al limbo burocrático de no tener otro país que el que no te deja entrar.

Otro caso: durante el primer cierre frente al coronavirus, se cerraron las fronteras y se reintrodujeron los controles en las fronteras interiores de la UE; ya no digamos exteriores. Fue notorio el caso de unos turistas estadounidenses que, llegados al Mediterráneo, pretendieron entrar a Córcega como si aquello fuera 2017. Con su pasaporte made in USA y sin problemas. Pero no. Las personas en cuestión no tuvieron más remedio que volver a su país de origen: los EEUU.

Imaginémonos ahora que no se trata de unas vacaciones, sino de una cuestión crucial, de vida o muerte, un negocio demasiado importante como para perderlo. Ahí, un pasaporte europeo sería un activo de valor incalculable. Sería la diferencia entre poder entrar a la UE —con sus sistemas de salud, de finanzas, de educación, economía y seguridad jurídica— o quedarse a las puertas. Otra vez, en el limbo burocrático.

He ahí que diversificar la ciudadanía sea un elemento capital desde hace años, pero, sobre todo, en el mundo post-Covid que nos espera a la vuelta de la esquina.

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